Me gustaría compartir con todos vosotros la curiosa serendipia que me sucedió hace un par de semanas. Estaba pasando unos días de visita en el cortijo de mis abuelos y entre las largas y tediosas horas de estudio me dispuse a tomar un descanso entre las polvorientas librerías del desván. Paseando la mirada entre los viejos tomos, mi vista se fijó en el lomo beis de un viejo libro en el penúltimo estante, entre dibujos y adornos de un color dorado deslucido por los años se podía leer el título: “Pensamientos de un Poeta Velefiqueño”. Coloqué el libro sobre la mesa y lo abrí creando una pequeña nube de polvo, con cuidado fui pasando sus páginas fijándome en los detalles de las pequeñas ilustraciones hechas a mano y en la esmerada tipografía de cada uno de los capítulos. Resultó ser el diario de un poeta, solo nombrado como Gabriel, que contaba sus diversas cavilaciones inspiradas por el paisaje del pueblo.
Fui pasando las páginas hasta que me topé con un texto muy interesante en el que hablaba de un momento especialmente triste en su vida: “Caía la tarde y el sol se ponía lentamente sobre los riscos de Velefique. Hubiese jurado que aquel día el astro Rey se dejaba caer especialmente lento, como recordándome las tardes en las que observaba el cuerpo de Julia recostarse sobre las hamacas de la terraza mientras miraba a la sierra y sonreía, tal y como ahora el sol se recostaba sobre la silueta de las montañas. Las viejas del pueblo recorrían las calles lentamente camino al cementerio y yo me tomaba unos minutos para reflexionar; perdiendo mi mirada en las matas del Febeire, que parecían pequeños fuegos artificiales de colores naranjas y rosados por el efecto de los rayos del ocaso. Toda aquella belleza se diluía en mis sentidos para perderse entre las tinieblas de mis pensamientos.
Mi corazón se marchitaba frío y mustio, azotado por lo miles de recuerdos de las tardes en las que Julia y yo paseábamos por las calles del pueblo, hablando de las maravillas del cielo y la tierra, de las cosas que habíamos vivido y de las que nos quedaban por vivir, agarrándonos las manos y riendo, éramos tan jóvenes, parecía que había pasado un segundo desde que la vi por primera vez mojando sus dulces labios en las frescas aguas del Cañico y sin embargo, aquí estoy ahora, sentado en el escalón de mi puerta, repasando cada momento de nuestra vida juntos mientras mis corazón se llenaba de melancolía y mis ojos de lágrimas. Cuándo me di cuenta el sol había terminado de ponerse y sabía que era hora de poner mis viejos huesos en marcha hacía el camino del cementerio…” Al igual que Gabriel, yo también había perdido la noción del tiempo entre las páginas, era la hora de volver a mis quehaceres. Dejé suavemente el tomo en el hueco de la estantería y salí de la habitación. Algo en mí sabía que no era la última vez que leería las palabras de aquel misterioso Gabriel de Velefique.
Luis Saracho Cruz